12 de diciembre, crimen impune

Aquel 12 de diciembre de 1977 quedó para siempre marcado en la memoria de muchos. Por los hechos acaecidos en las puertas del campus y que se saldaron con la muerte del joven Javier Fernández Quesada. Fui testigo de los luctuosos sucesos y, treinta y cinco años después, todavía me impacta la brutalidad policial de aquellos días y el dolor por un asesinato sin culpables, por un crimen impune.

Fue una mañana movida la de aquel día, con una huelga general convocada por distintos sindicatos y partidos nacionalistas en apoyo de los trabajadores del frío, del tabaco y de los transportes, que desde hacía meses atravesaban por una situación de alta conflictividad sin que atisbarán soluciones a las reivindicaciones obreras. Una movilización social que, desde la Universidad de La Laguna, contó con la solidaridad del estudiantado más inquieto y politizado.

Los incidentes se produjeron al mediodía y no fueron mayores que otros que viví antes y después en ese período de nuestra historia reciente, en el que convivía la resistencia de los restos de la dictadura franquista con la democracia que intentaba abrirse paso con enormes dificultades.

A veces con un alto costo en represión, palizas, torturas e incluso en vidas. No hay que olvidar que en Tenerife habían sido asesinados con anterioridad el obrero Antonio González Ramos, dirigente del PUCC, a manos del temible comisario Matute, y el estudiante Bartolomé García Lorenzo, este último ametrallado en su casa de Somosierra al confundirle, eso dijeron, con Ángel Cabrera, El Rubio.

Antidisturbios

Como decía, después de la una del mediodía algunas pequeñas barricadas, con no más de un centenar de manifestantes, aún quedaban en las cercanías del edificio central de la Universidad. Podían haber sido disueltas, con mayor o menor facilidad, con la intervención de las fuerzas antidisturbios de los entonces conocidos por los grises. Pero no sucedió así. Por el contrario, éstos fueron sustituidos por fuerzas de la guardia civil que entraron en el campus con metralletas y pistolas de matar.

Javier Fernández Quesada, que no aspiraba a ser un héroe ni un mártir, cayó mortalmente herido en la puerta de entrada de la vieja universidad atravesado por una bala disparada por un guardia muy joven, que todavía puede que se encuentre en activo.

La mentirosa versión oficial habló de disparos al aire. Y hasta un periódico local llegó a atribuir el crimen a agentes de la KGB. Fui testigo presencial de que en modo alguno fue así. Tiraron a matar. Tal y como se produjeron los hechos pudieron ser más los muertos en aquella intervención policial disparatada, de la que nunca dio explicación el gobernador civil de entonces, Luis Mardones Sevilla, que más tarde sería diputado en el Congreso varias legislaturas.

Luego vendrían varios días de represión brutal en las calles laguneras, con decenas de heridos y detenidos, y la manta de silencio impuesta por el aparato del Estado sobre un crimen que nunca fue castigado, pese a una más que frustrante comisión parlamentaria.

Memoria

Hoy, treinta y cinco años después, queda el sinsabor añadido de que ni siquiera se pudo incluir este hecho en la llamada ley de memoria histórica, que alcanza hasta unos meses antes, dejando fuera el caso de Javier o el del sindicalista malagueño Manuel José García Caparros, muerto por disparos de la policía apenas unos días antes, el 4 de diciembre de aquel duro 1977.

Sus casos, como el de otras víctimas del criminal régimen franquista, merecen, sin duda, ser reconocidos y reparados.

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Maná: ‘Desaparecidos’

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